Cultura 21/04/2024

Las flores del durazno

Por
Redacción de NOBA

Del Libro digital "Vengo de parte del fulano aquél.Epígrafes de escenas nicoleñas" (2020) Fotografía: Walter Álvarez Texto: Pablo Makovsky


“C’era una volta un bel linguaggio che mai più Ho parlato, non ti spiace ricordarmelo?”
Paolo Conte, “Gong-oh”

Intemperie

Mis padres decidieron un día que debían dejar Paysandú, dejar el Uruguay –su paisaje de cuchillas, el río y los arroyos que descendían por la arena entre túneles de sauces, sus amigos y sus parientes, la larga habitación de la cocina llena de humo de cigarrillos y charlas de política– y establecerse unos trescientos cincuenta kilómetros al suroeste, en Argentina, en 1975, donde aún era próspera la fe en la industria.

Eran duros tiempos, como todos.

En esos primeros días, que se extendieron acaso años, despreciaba y me fascinaba con la ciudad o, mejor, con lo que prefiero llamar “la urbe”: no la efervescencia histórica y geográfica de una localidad en el límite norte de la provincia de Buenos Aires, sino los trazos que le daban escenario a la vida cotidiana.

Lo urbano como resplandor de lo familiar, lo transitable, la vecindad de un territorio.

Antes de conocer a quienes terminarían siendo mis amigos de toda la vida –si cabe el oxímoron–, saltaba de un compañero a otro, de una infancia a otra, como lo escribió Scott Fitzgerald, los vecinos de la calle Belgrano, los compañeros de clase.

Iba de patio en patio, de casa en casa, caminábamos hasta la plaza Mitre, hasta el viejo muelle de cabotaje. Todo era nuevo, de una novedad ontológica: las conversaciones tenían zonas de fuga que debía explorar a ciegas.

Un domingo, jugando con uno de los vecinos en la vereda de calle Belgrano al 600, escuchamos un estallido de risas que provenía de varias casas y sacudió el espacio vacío de la calle al mediodía.

“Es Balá”, me dijo.
Tuve que preguntar y esperar una semana para descubrir en la televisión a Carlitos Balá.

La urbe era eso, un escenario y una conversación inexplorada, un imaginario: la UOM y el club Belgrano, Balá y la vaquita de Cotar, el Torino y “el chico de Ford”, las clases de química y la fantasía suburbana en los libros de Ray Bradbury.
Y así cada cosa.

Ser extranjero es eso: construir la historia a cada paso, hacer de la experiencia un acto de invención o mejor; hallar en la invención una experiencia.

Así, la urbe fue durante décadas una tierra inventada.

Las casas decimonónicas a las que ingresé en la juventud, los espacios comunes y titánicos como la Escuela Nacional de Educación Técnica Nº 1 General Ingeniero Manuel Nicolás Savio, el teatro Rafael de Aguiar, el colegio Don Bosco (primera institución salesiana de América), el Círculo Italiano donde vi a Vox Dei en 1978, fueron también una radiación de algo que aún no sabía.

La urbe es ese lugar hechizado en el tiempo donde las imágenes del futuro me enseñan el pasado. Hay una escena de la novela El hombre en el castillo (Philip K. Dick) que lo resume: un personaje pregunta al I Ching una nimiedad y el libro le responde algo inmenso, algo que no cabe en su pregunta.

Entonces el personaje decide que su inquisición ha sido vana y debe hallar una pregunta para esa respuesta.
La urbe responde cada vez por esas preguntas no formuladas: inquiero en respuestas que no entiendo cosas que exceden mi permanencia en la ciudad.

El deseo de retorno en el que descansa cada visita azuza el de hallar ese otro que yace allí como un Yaguarón vencido, dormido en la espera. La imagen del cielo encapotado, con la tormenta inminente que le gana al triste perfil de casas bajas es esa primera impresión, la de una intemperie amenazante y una vida precaria bajo la debilidad de esos techos.

Ni la serena hidalguía de una casa sobre calle Guardias Nacionales ni una desolación insondable. Apenas esa inminencia de cosas que pueden disolverse en la tormenta que se avecina.

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